Es morena y lleva el cabello corto, con pequeñas estrellas fugaces que muestran su edad y las cuales se niega a ocultar: quizás porque son un reflejo de todos los sueños que ha cumplido. Tiene un ojo verdoso, de hojas de buganvilla, y el otro azul cielo, formando ambos el paisaje ideal para una postal. Esos colores cambiantes reflejan la diversidad de emociones que es capaz de transmitir, con su brocha en un papel o con una simple mirada, pero la ternura siempre predomina por encima de todas cuando me habla. Sus labios finos muestran esa eterna mueca, la tímida sonrisa que oculta su dentadura. Tiene las manos finas, ágiles, y son con las que ahora está cocinando algún que otro manjar. La observo en silencio, mientras tararea una canción, probablemente para evitar estar ausente, como diría Neruda, ese autor del que me leía poesía cuando tan solo era una niña. Solía preguntarle cómo podía gustarle a Pablo que su amada estuviera callada, si debería estar encandilado con su voz. Y ella, pacientemente, intentaba explicarme el significado de la metáfora. A pesar de su corta estatura, ella sola ilumina la sala y acapara mi mirada sin darse cuenta. Le gusta pasar desapercibida, ¿pero no te das cuenta, mamá, de que cualquiera que te vea no puede evitar fijarse en ti?
Lua