La vida y la mente son procesos sistémicos. Los procesos que tienen lugar dentro de la persona, así como entre las personas y su entorno, son sistémicos. Nuestro cuerpo, nuestras sociedades y nuestro universo constituyen una ecología de sistemas y subsistemas que interactúan entre sí y se influyen mutuamente.
No es posible aislar por completo del resto del sistema ninguna parte del mismo. Nadie puede dejar de influir sobre los demás. La interacciones entre personas forman bucles que se realimentan mutuamente, de modo que toda persona se verá afectada por los resultados de sus propias acciones sobre los demás.
Los sistemas son “autoorganizativos” y buscan de forma espontánea el estado de equilibrio y estabilidad. No existen los fallos, todo es una continua interacción.
Fuera del contexto en que se estableció, ninguna respuesta, experiencia o conducta, así como la reacción que eventualmente provoque, tiene sentido. Dentro de determinado sistema, toda respuesta, experiencia o conducta podrá actuar como recurso o como limitación, según sea su grado de acoplamiento con el resto del sistema.
Dentro de determinado sistema, no todas las interacciones se producen en el mismo nivel. Lo que es positivo en un nivel, puede resultar negativo en otro. Es recomendable separar el “yo” del comportamiento, es decir, separar los intentos positivos, funciones, creencias, etc…, que generan el comportamiento, del comportamiento mismo.
En determinado nivel, todo comportamiento tiene (o en su momento tuvo) una “intención positiva”. Es o fue percibido como el más adecuado, dado el contexto en que se originó y desde el punto de vista de quien adoptó ese comportamiento, más que hacerlo a la manifestación problemática del mismo.
Los entornos y los contextos cambian. Una misma acción no siempre producirá el mismo resultado. Para adaptarse con éxito y sobrevivir, todo miembro de un sistema necesita cierto grado de flexibilidad. Dicho grado de flexibilidad deberá ser proporcional al nivel de cambio en el resto del sistema. A medida que aumenta la complejidad del sistema, será necesaria más flexibilidad.
El árbol: una analogía
Nuestra identidad es como el tronco de un árbol, constituye el núcleo de nuestra existencia. El tronco de un árbol se va desplegando orgánicamente a partir de una semilla, desarrollando un red de raíces que se hunden en la tierra sin ser vistas para proporcionar al conjunto firmeza y sustento. Asimismo, el árbol tiene otra red de “raíces” que se elevan hacia la luz y el aire, para proporcionar un alimento de otra clase. Las raíces y las ramas del árbol están condicionadas por la ecología que les rodea, a la que, a su vez condicionan.
Paralelamente, nuestras identidades se respaldan en unas raíces internas e invisibles en forma de redes neurológicas, las cuales procesan la percepción de nuestros valores, creencia y capacidades, así como las del ser físico y del entorno.
A nivel externo, la identidad se expresa a través de nuestra participación en sistemas más amplios: nuestra familia, las relaciones profesionales, la comunidad y el sistema global del cual somos miembros. Fenómenos tales como “sanación”, ”felicidad”, “compasión” “dedicación” y “amor” son “frutos” del espíritu, manifestados a través de nuestra identidad y expresados y fortalecidos mediante el desarrollo, el enriquecimiento y el crecimiento de estos dos sistemas de “raíces”: el sistema invisible de nuestra neurología, que crece en el terreno de nuestro cuerpo, y el de las hojas y las ramas de nuestra familia, nuestra comunidad y las redes globales de las que formamos parte.
“Si lo que haces no produce la respuesta que buscas, cambia tu comportamiento hasta que consigas la respuesta deseada”
Fuente: Robert Dilts y Robert Mc.Donald
Imagen: Jeanne Borofsky
Núria Batlle
Ona Daurada