Hemos de entender cómo y por qué aprender a hablar con uno mismo de una manera ecuánime y compasiva nos ayuda a disfrutar de una vida mucho mejor.
Conversamos todo el tiempo con nosotros mismos. Basta con quedarse tres segundos solos (y sin teléfono móvil) para que empiecen a resonar en nuestra cabeza voces improvisadas que ns hablan sobre lo que tenemos que hacer al día siguiente, sobre si un determinado partido podría haber acabado de otra manera, sobre la persona que amamos, la que nos ha dejado… El cerebro tiene un modo de funcionamiento default que involucra un conjunto de regiones cerebrales distribuidas mayoritariamente en su línea medial. Este sistema cerebral se alterna con otra red que controla todo aquello que hacemos deliberadamente, con esfuerzo, con un propósito y un foco específico. Cuando la mente divaga en medio de la lectura o cuando empieza a producir voces en medio de una caminata, es porque el cerebro ha entrado en modo default.
Chris Fritz, el gran neurocientífico inglés de la conciencia, sostiene que todo producimos constantemente delirios mentales similares a los de un esquizofrénico. La diferencia es que en la mente sana esas voces se reconocen como propias.
El viaje de las propias voces
En los últimos años se ha precisado que, en efecto, las conversaciones que la gente tiene consigo misma suelen ser tóxicas. Nadie nos ha enseñado a ser viajeros en nuestra propia mente y, por eso, cuando está librada a su propio albedrío, tiende a converger en lugares obsesivos.. La mente tiene una enorme inercia.
Stanislas Dehaene, uno de los más extraordinarios neurocientíficos, tiene en su casa un mapa del mundo en el que pone una marca de color en cada lugar que ha viajado. Para él la invitación a un país donde no ha estado le resulta mucho más tentadora, que si ya lo conoce. Los viajes de la mente, salvo que uno se dedique con empeño a cambiar el modo default de su cerebro, suelen funcionar con la lógicainversa: solemos volver a los territorios que ya está marcados, Como el que viaja siempre al mismo sitio, solo que la mente, a su libre albedrío, nunca elige paisajes bucólicos. Suele converger a cavernas oscuras.
Aprender a ser autocompasivo
Así que para aprender a ser autocompasivos, primero hay que desaprender el modo espontáneo que tenemos de hablarnos. Cambiar el hábito, el tono y el estilo de nuestras rumiaciones para que la conversación con uno mismo no sea una batalla campal en el seno de nuestra mente.
Dimensiones de la autocompasión
La autocompasión se mide respondiendo en una escala el grado de correspondencia con afirmaciones de este estilo: “Trato de ser compasivo con aquellos aspectos de mi personalidad que no me gustan” o “Cuando los tiempos son realmente difíciles, tiendo a ser duro conmigo mismo”. Estos dos escenarios están relacionados con la primera dimensión de la autocompasión: el eje que va de un juicio crítico a uno compasivo.
La segunda dimensión mide la perspectiva desde la que uno se observa, ya sea con la mirada enfocada en uno mismo o en la experiencia humana común. Dos escenarios del cuestionario son: “Cuando las cosas me van mal, veo las dificultades como parte de la vida por la que todo el mundo pasa”. Y en el polo opuesto: “Cuando me deprimo, suelo sentir que la mayoría de las personas son más felices que yo”.
La tercera dimensión sirve para determinar si uno se acerca a sus emociones con la mente abierta, entendiendo que todos los sentimientos suelen ser complejos y tener mucha aristas o si, por el contrario, se enfoca en aspectos precisos y en general negativos. Los dos escenarios que miden los polos de esta predisposición son: “Cuando me siento mal”.
En la escala de Neff hay un total de 30 escenarios. Los tres elementos que la forman son, en cierta manera, independientes y pueden abundar mucho o poco en distintas personas. Una buena mezcla de los tres nos hace autocompasivos.
El que es compasivo es ecuánime.
No se quiere ni más ni menos,
simplemente es amable y tiene una predisposición abierta.
Fuente: Mariano Sigman
Imagen: Manuel Ramat