El ave mágica que hechizaba con su canto

Un buen día, una extraña ave llegó a un poblado arropado por los cerros. A partir de entonces, no volvió a haber seguridad. Lo que los aldeanos plantaban en los campos desaparecía por la noche. El número de ovejas, cabras y gallinas menguaba de mañana en mañana. E incluso a plena luz del día, mientras la gente trabajaba en el campo, la gigantesca ave forzaba la entrada de almacenes y graneros y les robaba las provisiones guardadas para el invierno.

Los aldeanos estaban desolados. La desdicha se abatió sobre la comarca y por todas partes se oían lamentos y rechinar de dientes. Nadie, ni el más arrojado héroe de la aldea, logró echar la mano al ave. Era demasiado veloz para ellos. Apenas alcanzaban a entreverla: sólo oían batir sus grandes alas cuando se posaba en la copa del viejo sándalo amarillo, bajo su tupido dosel de follaje.

El jefe de la aldea se mesaba los cabellos desesperado. Un día, después de que el ave diezmara sus rebaños y sus reservas invernales, ordenó a los ancianos que afilaran hachas y machetes y atacaran al ave como un solo hombre.

–Talaremos el árbol, ésa es la solución –dijo.

Con las hachas y los machetes relucientes y cortantes como cuchillas, los ancianos se aproximaron al árbol. Los primeros golpes cayeron con fuerza sobre el tronco y se hundieron profundamente en su carne. El árbol se estremeció, y del denso y enmarañado follaje de la copa emergió la extraña y misteriosa ave. Entonaba una canción dulce como la miel, que caló en el corazón de los hombres al hablarles del pasado que nunca había de volver. Tan portentoso era aquel canto que de las manos de los hombres se fueron desprendiendo uno a uno machetes y hachas. Se postraron los ancianos de rodillas y alzaron los ojos, cargados de añoranza y nostalgia, hacia el ave que cantaba para ellos en todo su deslumbrante y vistoso esplendor.

A los ancianos se les debilitaron los brazos y se les ablandaron los corazones. «Imposible», pensaron, «esta preciosa ave no puede haber causado tantos estragos». Y cuando el encarnado sol se hundió por el oeste, regresaron caminando como sonámbulos y comunicaron al jefe que no harían daño al ave por nada del mundo.

El jefe se disgustó mucho.

–Entonces tendré que recurrir a los jóvenes de la tribu –dijo–. Que sean ellos quienes destruyan el poder del pájaro.

A la mañana siguiente, los jóvenes empuñaron sus refulgentes hachas y machetes y se dirigieron hacia el árbol. También esta vez cayeron con fuerza sobre el tronco los primeros golpes y se hundieron profundamente en su carne. Y, como en la ocasión anterior, el dosel de ramas se abrió para dar paso a la extraña ave de plumaje multicolor. Una melodía de incomparable belleza volvió a resonar entre los cerros. Los mozos escuchaban hechizados la canción que les hablaba de amor, de valentía y de las heroicas hazañas que les depararía el futuro. «Aquella ave no podía ser mala», pensaron. Imposible que fuera una infame. A los jóvenes se les debilitaron los brazos, hachas y machetes se desprendieron de sus manos y, como antes habían hecho sus mayores, se arrodillaron para escuchar arrobados el canto del ave.

Al caer la noche, volvieron aturdidos, dando traspiés, a presentarse ante el jefe. En sus oídos aún resonaba la cautivadora canción del ave misteriosa.

–Es imposible –dijo el cabecilla del grupo–. Nadie es capaz de resistirse a la magia de este pájaro.

El jefe montó en cólera.

–Ya sólo me quedan los niños –dijo–. Los niños distinguen la verdad de lo que oyen y ven con claridad. Me pondré al frente de los niños para acabar con el ave.

A la mañana siguiente, el jefe y los niños de la tribu se encaminaron hacia el árbol donde reposaba la extraña ave. En cuanto los niños hicieron sentir al árbol la dentellada de sus hachas, el dosel de follaje se separó y apareció el ave con la deslumbrante hermosura de siempre. Pero los niños no miraron hacia arriba. Su mirada no se apartó de las hachas y machetes que empuñaban. Y se pusieron a dar golpes y más golpes, siguiendo el ritmo de su propio canto. El ave rompió a cantar. El jefe oyó la belleza sin par de la canción y sintió que se le debilitaban las manos. Pero los oídos de los niños sólo escuchaban el sonido seco y acompasado de sus hachas y machetes. Y por muy subyugante que fuera el canto del ave, el ritmo de los golpes persistía. Finalmente, el tronco crujió y se partió en dos. El árbol se desplomó y con él cayó la extraña y misteriosa ave. El jefe la encontró yaciendo en el suelo, aplastada por el peso de las ramas. La gente acudió en tropel desde todas las direcciones. Los endurecidos ancianos y los robustos jóvenes no podían creer lo que habían logrado los niños con sus finos brazos.

Esa noche, el jefe organizó un gran festejo para recompensar a los niños por lo que habían hecho.

–Vosotros sois los únicos que distinguís la verdad de lo que oís y que veis con claridad –dijo–. Vosotros sois los ojos y los oídos de la tribu.

FIN

Este cuento de África oriental sobre la inocencia y el poder de los niños fue recogido a comienzos del siglo XX en Benalandia, Tanganica (hoy Tanzania), por el pastor Julius Oelke de la iglesia misionera de Berlín.

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