Flor de vida from Ona Daurada on Vimeo.
Matusalén la descubrió, la puso en una maceta, metió el tiesto en una bolsa de color de nata, cosida al vestido, y se pasaba el rato mirándola a la sombra del cedro y del ciprés, frente de un campo de lirios en delirio.
Comía tortas de uva. ¿Y la joya que tenía?
Pero un día espeso de nubes y encortinado de lluvia resbaló en el charco del fango, se le rompió el tiesto y Matusalén murió después de tres mil años y pico de ver pasar el mundo y los vencejos.
La flor fue a buscar vida por lugares más lejanos.
Una generación pasa, otra generación viene: una con cara a la locura, la otra con cara al juicio.
Los hombres iban con su tiesto con la flor. Se encontraban en la Plaza del pueblo y se preguntaban unos a los otros:
-¿Y la tuya?
-Ha florecido siete veces.
-¿Y la de tu padre?
¿Y la de tu hermano?
La flor vivía resguardada, alimentada de bellas palabras y de pura sabiduría. Cada día había más flores. Más hombres con mucha vida. No estaban nunca enfermos. Los años les caían encima, los años iban pasando y ellos los aguantaban con los hombros, con la nariz si era preciso.
Hasta que una mañana de sol rabioso, cuando las serpientes andan derechas, se reunieron a escondidas los médicos, los farmacéuticos, los notarios, las esposas cansadas, los hijos con ganas de heredar… Quemaron las flores en medio de la Placa, rompieron las macetas y todo acabó haciendo cola en el cementerio porque no daban abasto para enterrar tantos viejos con cara de lechuza y con los huesos carcomidos.
Mercè Rodoreda