Los primeros pobladores de La Eliana

Los primeros pobladores de La Eliana no fuimos nosotros, fueron los árboles, pensaba mientras el tiempo me parecía eterno y el deseo de salir corriendo a jugar me espabilaba.

Era la hora de la siesta, la hora del calor. Reinaba el silencio de los humanos, ese silencio al que nos referimos cuando no oímos voces ni motores ni repiqueteos asociados a la actividad de los otros. Pero se oían intensamente las chicharras (que a mí se me antojaban las mujeres de los grillos, con la misma lógica que ordenaba el mundo en parejas: el sol y la luna, la playa y el mar, el lagarto y la lagarta…) las únicas que no tenían que hacer la siesta.

También se oía el batir suave de la cortina de barritas que daba contra la puerta cerrada, más cerrada que nunca y caliente porque allí se estrellaba el sol abrasador esa tarde de agosto. Olía a pino, como huelen los pinos al sol ardiente, como olía La Eliana entonces y ahora, como olerá La Eliana mientras los árboles sean sus habitantes.

De repente oí un revuelo suave y a continuación unos extraños gemidos y unos pasos apresurados se acercaron, pasaron y se volvieron a alejar. Fueron unos instantes pero me dejaron un sobresalto. De un bote me asomé a la mosquitera que ardía, pero la reja no me dejó ver más que una pincelada oscura que en ese momento desaparecía de mi vista.

Pensé que si salía a la calle rápidamente todavía alcanzaría a ver quién había sido, pero como ya os he dicho, la puerta, en agosto y a la hora de la siesta, estaba cerrada como un castillo con su foso y sus cocodrilos. Abrí con mucho sigilo la puerta de la habitación, todos dormían. No me quedaba más remedio que dejarlo para más tarde. Volví a cerrar y me tumbé de nuevo mirando al techo y a los dibujos de colores en las cor­tinas que brillaban al sol y que aún hoy recuerdo tan vivos como si fuera la siesta de ayer.

En mi mente flotaba el sonido de la voz que acababa de oír, era como si alguien intentara hablar o gritar a través de una gruesa tela pues­ta en su boca.

Mi imaginación se disparó poblándome de imágenes más pro­pias de una película que de aquella tranquila tarde de verano.

Trinidad Ballester

 

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