Probablemente no te apetezca mucho leer este artículo, y es normal, a nadie nos apetece que nos hablen de la vejez, como tampoco de la muerte; son caminos por los que no nos gusta transitar. Pensar en la muerte no es propio de nuestra cultura, dejar de ser lo que creemos que somos, este yo histórico que tanto nos ha costado crear, no nos agrada y sobre todo, en lo más profundo, tenemos miedo, no miedo a la muerte en sí, sino miedo a ese viaje tan desconocido, ese pasaje del que no sabemos nada en absoluto.
No nos gusta hablar de eso, aunque inevitablemente vamos a pasar por ahí. Por la muerte: seguro; y por la vejez, curiosamente depende de la premura de la muerte, ella decide si llegas o no.
¿Qué es más afortunado vivir muchos, muchos años, la mayoría de ellos ya siendo viejo, o morir antes de llegar a eso que, aunque cada vez más tardío, llamamos vejez?
Vejez por fuera
La mejor forma de describir que se siente cuando, casi de forma repentina, te das cuenta de que físicamente te estás haciendo viejo, la más acertada manera de hacerlo, la leí en una frase atribuida a Katharine Hepburn, decía: “La vejez es como si llevaras puesto un vestido que no te sienta bien, que no te gusta, que no tiene arreglo, pero que no te puedes quitar”.
Paulatinamente, empiezas a darte cuente de que tu cuerpo que, hasta entonces, era tu aliado está empezando a dejar de serlo. No sólo está perdiendo lozanía y belleza, no sólo esta dejando de ser atractivo para los demás, sino que tampoco te permite hacer muchas cosas que te gustaban y te gusta seguir haciendo. Tomar copas, bailar, fumar, hacer el amor, correr, saltar, ir por la montaña, nadar…, lo haces sí, pero no es igual y además te cansas mucho más.
Y para colmo empiezan los achaques, las conocidas “goteras”, cada vez que vas a un médico especialista, te quedas enganchado con pastillas que tienes que tomar el resto de tu vida y con una fecha para la próxima visita.
Por esto, no decimos que nos hacemos viejos, sino mayores, y lo disfrazamos con términos como tercera edad o edad de oro, y en parte es lógico porque en nuestro idioma la palabra “viejo” también se utiliza para aquellas cosas que están estropeadas por su uso o por el paso del tiempo y, esas cosas se tiran, se desechan.
Sí que hay una palabra hermosa: “anciano”, que deriva del latín, en concreto, de la palabra “antianus”, que puede traducirse como “es de antes”; y que hoy en día utilizamos para personas de muy avanzada edad.
Vejez por dentro
Por dentro, la vejez es hermosa, es verdad que como decía Pitágoras: “Una bella ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida”; pero aunque la vida no nos haya regalado mucha belleza, la vejez por dentro, comparativamente, suele ser más bella.
Las cualidades más destacables de la vejez son:
Libertad de acción y de pensamiento.
Se tiene más tiempo libre, menos responsabilidades, uno puede dedicarse a lo que realmente le gusta, no hay que rendir cuentas a nadie y lo mejor: ¡No tienes que demostrar nada! Se pueden expresar las opiniones sin temor, al no depender de las expectativas ajenas, no se necesita crear una imagen.
El hecho de tener que renunciar o desprenderse de algunas cosas hace que se cree un gran espacio de libertad donde se puede ser tranquilamente uno mismo.
Reconocer el verdadero valor de las cosas.
El valor primordial de una persona no cambia con los años pero los demás valores cambian de orden, cosas que en una época parecían muy importantes dejan de serlo y otras, antaño nimias, adquieren un valor sorprendente, las cosas pequeñas se manifiestan más relevantes. En general, uno se vuelve más sensible a los gestos cotidianos de atención y amistad de los demás. Y sobretodo se desarrolla una sensibilidad especial para estar agradecido a los pequeños detalles de la vida.
Compasión.
Con el paso del tiempo la solidaridad aumenta y con ella la compasión. La propia historia hace crecer la comprensión, la benevolencia y aparece una mirada que no juzga y regala misericordia a los demás. El corazón se ensancha dando cabida a más personas; y el trato se hace más suave y lleno de ternura.
Serenidad.
Se desarrolla una gran paciencia que conduce a la preciada serenidad. No es volverse impasible frente a los acontecimientos de la vida, sino tener la capacidad de verlos con mayor profundidad y de contemplar la realidad tal como es, sin querer cambiarla, permitiendo que las cosas sean como son. La serenidad te permite llegar con calma y profundidad al corazón de los demás, a comprenderlos y aceptar su camino y sus decisiones.
Desde la serenidad se sabe cuán valioso es el tiempo, desde la serenidad las presiones externas de cualquier tipo no afectan.
Sabiduría.
Con la edad se agudiza la inteligencia, la persona crea más conexiones entre sus células cerebrales, lo cual va acompañado del incremento de conocimientos hasta
los 80 años. Lo cierto es que a los 60 años ya ha aprendido muchas cosas tanto por experiencias como por capacitación.
A medida que se envejece, uno se vuelve más singular, y consciente de sus ideas, gustos, virtudes y defectos, por lo que llega a lo más profundo de su interior. La persona identifica su personalidad, conoce su modo de ser y por lo tanto sabe cómo actuar, los mecanismos psicológicos de defensa, es decir, la manera de hacer frente a los sentimientos y emociones difíciles, se vuelven más sanos con el paso del tiempo y se recurre con mucha más frecuencia al sentido del humor, al altruismo y a la creatividad para resolver el día a día.
Quizás físicamente uno sea más dependiente pero queda compensado con una gran independencia interior que no es fácil de lograr cuando se es joven.
Todo esto es sabiduría y la sabiduría conduce a la verdadera finalidad de esta vida, el descubrimiento del verdadero yo.
En la juventud fue inquieto,
en la vejez sosegado.
Azorín
Imagen: Christine Ellger
Mamen Lucas
Ona Daurada