El murmullo de la camaradería

El contacto humano alienta la vitalidad, especialmente de las relaciones amorosas. Por eso, las personas que más nos importan constituyen una especie de elixir, un manantial vivo de energía. El intercambio neuronal entre un padre y un hijo, entre un abuelo y su nieto, entre amantes, entre los miembros de una pareja satisfecha o entre buenos amigos, tiene virtudes bien palpables.

Ahora que la neurociencia está comenzando a cuantificar el murmullo de la camaradería y sus beneficios, podemos prestar atención al impacto biológico de la vida social. Las implicaciones de los vínculos que mantenemos con nuestras relaciones, nuestra función cerebral y nuestra misma salud y bienestar son realmente sorprendentes.

Encuentros sociales tóxicos

Deberíamos revisar la creencia de que somos inmunes a los encuentros sociales tóxicos. Tenemos la curiosa creencia de que, exceptuando los tempestuosos estados pasajeros, las relaciones que mantenemos no afectan a nuestro sistema biológico. Pero esto no es más que una mera ilusión porque, de la misma manera que podemos contagiarnos de un virus, también podemos “pillar” un desaliento emocional que nos torne más vulnerables a ese “virus” y que, de un modo u otro, socave nuestro bienestar.

En este sentido, la responsabilidad social comienza aquí y ahora, cada vez que nuestras acciones contribuyen a crear estados óptimos en los demás, tanto en las personas con las que casualmente nos cruzamos como en aquellos a los que amamos y cuidamos.

Todo esto está muy bien y es muy sano para nuestra vida personal, pero se ve afectado por las fuertes corrientes sociales y políticas de nuestro tiempo. El siglo pasado subrayó lo que nos divide y nos enfrentó a los límites de la empatía y la compasión colectiva.

La tecnología y la eficacia organizativa han multiplicado extraordinariamente nuestro potencial destructivo. Por eso, como mordazmente profetizó el poeta W.H. Auden: “Hemos de amarnos los unos a los otros o morir”.

Esta visión refleja perfectamente la urgencia que acompaña al desencadenamiento del odio. Pero ello no implica que nos sintamos impotentes, porque esa misma sensación de urgencia puede servir para recordarnos que el reto esencial al que colectivamente nos enfrentamos consiste en ampliar el círculo del “nosotros” y disminuir simultáneamente el del “ellos”.

Inteligencia social

La nueva ciencia de la inteligencia social nos proporciona herramientas con las que ir expandiendo gradualmente los límites de la frontera del “nosotros”. No necesitamos aceptar las divisiones que alimentan el odio, sino establecer puentes con los demás y ampliar nuestra empatía hasta llegar a incluirlos a pesar de las diferencias que nos separen de ellos. A fin de cuentas, los circuitos del cerebro social nos conectan a la misma esencia común que todos los seres humanos compartimos.

Los ingredientes fundamentales de la inteligencia social pueden agruparse en dos grandes categorías,

 la conciencia social, es decir, lo que sentimos sobre los demás y la aptitud social,

lo que hacemos con esa conciencia.

Fuente: Daniel Goleman

Imagen: Caitlyn Conolly

Núria Batlle

Ona Daurada

Artículos relacionados:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *